Nací en una granja de Woolsthorpe, una casa de campo donde el barro y el frío forman parte del curriculum temprano, en el invierno de 1642 según el antiguo calendario que aún coleteaba en Inglaterra. Desde el principio mi vida no fue muy distinta de la de otros niños de pueblo: párvulos, ovejas, tareas. Pero había una diferencia incontrovertible: mi cabeza no estaba donde mis manos. Mientras otros contaban ovejas para dormirse, yo contaba preguntas. ¿Por qué las cosas caen hacia la tierra y no hacia el cielo? ¿Por qué la luz hace colores cuando atraviesa un vidrio? ¿Qué reglas, qué música oculta, mantiene a la Luna fiel a su danza alrededor de la Tierra en vez de salir disparada al infinito? Si me dieran a elegir entre una tertulia y un cajón lleno de cuerdas, pesas, prismas y relojes, el cajón ganaría sin pestañear. Y así fue como empezó todo: no con el estruendo de una gran épica, sino con una paciente y obstinada costumbre de mirar, desmontar, anotar y volver a mirar.

Alguna vez dirán que fui un solitario por naturaleza; no les discutiré porque no me interesa disimular lo que fui. Mi felicidad consistía en estar a solas con los problemas, en desnudar una cuestión hasta sus huesos y ver si sus huesos tenían simetría, elegancia, ley. No fui un hombre para los abrazos ni para las conversaciones frívolas; fui un hombre para los libros y los experimentos, para las largas noches en vela y para esos momentos de iluminación en que, por fin, una ecuación deja de ser un garabato para convertirse en una verdad. La soledad no me amargó: la convirtió en laboratorio.

Cuando la peste cerró Cambridge en 1665–1666, la gente se espantó y cerró sus ventanas; yo volví a Woolsthorpe y no perdí tiempo en lamentos. Le llamaron a ese período mi “annus mirabilis” —año maravilloso— y con justa razón. Mientras mis contemporáneos discutían si valía la pena salir a comprar o encerrarse en casa, yo encontré una libertad extraordinaria: no había clases, no había distracciones sociales, solo el mundo y sus fenómenos reclamando explicación. Fue entonces, durante ese retiro forzado, cuando escribí y pensé de forma que cambiara el rumbo de la física. Fue cuando planté las semillas del cálculo, cuando hice prístinos experimentos con la luz y los prismas hasta convencerme de que la luz blanca era en realidad un coro de colores, y cuando empecé a trazar con firmeza la idea que más tarde llamaría ley de gravitación universal.

La famosa manzana —ya saben, ese mito que la gente repite con tanto gusto como si fuera la única escena fundacional— ocurrió, sí, en Woolsthorpe. Se dice que una fruta cayó y yo, distraído, la observé caer. ¿Que si la manzana me dio la revelación en un instante de tipo divino? No. Lo que la manzana hizo fue funcionar como un disparador: algo tan prosaico me recordó que la caída de los cuerpos terrestres y el movimiento de la Luna podrían obedecer a la misma regla. Yo no vi la manzana caer y grité “¡Eureka!” como un poeta dramático; vi un fenómeno cotidiano y mi mente, con su manía de buscar fórmulas, empezó a probar si la misma ley que gobierna una fruta no gobernaría también a los astros. Ahí estuvo la gracia: convertir una observación humilde en principio universal. Muchos en nuestro siglo moderno hablan de jornadas perdidas en Netflix y memes durante la pandemia de COVID; permitidme decirlo con altanería afectuosa: mi “cuarentena” fue una máquina de producir ideas. No presumo de moralizar a nadie que en 2020 perdió el tiempo: sé bien lo que es dejarse llevar por la pereza humana. Pero también digo, sin rubor, que la historia ofrece modelos diversos: unos se entretienen, otros profundizan. Yo tuve la suerte —o la manía— de elegir la segunda vía.

Mi relación con los colegas fue, cuando menos, compleja. Era capaz de admirar profundamente y, a la vez, de ser implacable con cualquiera que pusiera en entredicho lo que yo consideraba mi territorio intelectual. Tuve amores científicos y odios feroces. Las disputas con Robert Hooke y la posterior colisión con Leibniz por la prioridad del cálculo no fueron meras peleas de café; fueron guerras de reputaciones, batallas de cartas, ataques velados y a veces públicos. No fui el tipo de hombre que se olvidaba de una afrenta. Si alguien insinuaba en público que había llegado antes o mejor que yo a una conclusión, respondía con demostraciones, con informes, con cartas que no dejaban resquicios: cerraba la cuestión no solo con razón sino con la rotunda determinación de quien sabe que el prestigio científico no es sentimiento sino capital. ¿Se vengó Isaac Newton? Sí: con rigor, con posición y a veces con dureza. Cuando resultó que mi influencia en la Royal Society creció —y llegó a ser presidente de esa institución—, las contiendas pasaron a perder parte de su inocencia. En la historia se me pinta como vengativo; algunas acciones mías, sobre todo cuando tuve mayor autoridad, amplificaron mis críticas o hicieron que mis opositores quedaran en una posición incómoda. Si eso suena feo, confieso que lo fue; si suena también humano, es que la ciencia la hacen humanos.

Y llegamos a una de las fiestas de esta historia: Edmond Halley. Si hay en toda mi vida un episodio que combina amistad científica, paciencia heroica y, por qué no, romance editorial, ese es el de Halley y el nacimiento de mi libro mayor, el Philosophiæ Naturalis Principia Mathematica —o el Principia para los amigos del atajo. Halley fue un caso de ojo clínico: reconocido por su curiosidad sobre cometas y por un coraje para reconocer talento ajeno, visitó Cambridge un día de 1684 con una pregunta que picó mi vanidad y mi genio: “¿Puedes demostrar que una fuerza que cae con el cuadrado de la distancia produce órbitas elípticas?” Le dije que sí, y que de hecho tenía la demostración en papeles viejos. Pero aquí viene la peripecia: me pedía un estudio más ordenado, algo que pudiera presentarse. “Lo haré”, respondí. Y luego… me sumergí.

No fue que me borrara por maldad ni por perversa indecisión. Fue que, al agarrar el asunto, comprendí la vastedad de lo que había que aportar: geometrías, demostraciones, refinamientos, conectarlo con leyes del movimiento, pulir la forma hasta que el razonamiento fuera claro y, sobre todo, ir más allá de una simple demostración: edificar una teoría. Halley, que tenía la intuición del editor y del mecenas, esperó. Aguantó las largas sombras de mi silencio. Tres años pasaron entre aquella conversación y que el tema estallara en forma de obra. Para muchos, esa espera fue exasperante. Para Halley fue una prueba de fe. Cuando por fin le entregué un manuscrito que emanaba la densidad y la armonía que yo quería, él comprendió que tenía algo que merecía la imprenta. Halley, sin la pompa de grandes patrocinadores oficiales, puso de su bolsillo no solo tiempo y fe, sino dinero, para que el Principia viera la luz en 1687. Que no se idealice: la Royal Society, que debía ser la institución de referencia, atravesaba apuros financieros; la costosa edición de un libro sobre peces, De Historia Piscium, había dejado las arcas en una situación poco alegre. Así que Halley, con generosidad y pragmatismo, adelantó la publicación. Se cuenta —con ese punto delicioso de anécdota que a los historiadores les gusta repetir— que la Royal Society, intentando saldar cuentas, ofreció en compensación copias del voluminoso libro de peces. Puede imaginarse la ironía: la obra que cambió la mirada sobre los cielos fue posible, en términos contables, gracias a complicaciones editoriales marinas y a la constante confianza de un hombre que creía en mí. ¿No es la historia deliciosa en sus vaivenes?

Permítanme vanagloriarme, que para eso escribo en primera persona: el Principia fue la culminación de años de obsesión por organizar el movimiento en leyes que no fueran meras descripciones, sino verdaderas prescripciones matemáticas. Fue poner, con la economía y la fuerza de quien no necesita adornos, tres leyes del movimiento que explicaran desde el más prosaico empuje de una mano hasta las trayectorias celestes. Fue la ley de gravitación universal, que establece que dos cuerpos se atraen con una fuerza proporcional al producto de sus masas e inversamente proporcional al cuadrado de la distancia que las separa. Sencillo en su forma, inmenso en sus consecuencias: las mismas palabras matemáticas que describen la caída de una manzana describen, con nobleza y precisión, la danza de los planetas. No es modestia lo que me empuja a subrayarlo, sino asombro: yo escribí una estructura que la naturaleza parece haber adoptado como su OS (sistema operativo).

La publicación del Principia cambió la vida científica de Europa. Tampoco es que yo no supiera ya algo de fama —la fama es un animal voluble—, pero ese libro fue el hito que convirtió intuiciones en herramienta, que convirtió sospechas en ciencia útil, calculable y, peor para mí, susceptible de ser criticada por colegas que, con mejor o peor tono, siempre encuentran un agujero por donde discutir. Que me criticasen me encolerizaba, pero también me alimentaba: siempre quise que mis demostraciones fuesen tan nerviosas y tan precisas que no quedara lugar para la especulación vana. Por eso, cuando alguien se acercaba con reclamaciones de prioridad —como Leibniz con el cálculo—, no respondía con sonrisas: respondía con documentos, con la maquinaria administrativa y, cuando fue necesario, con comités que evaluaran las pruebas. Quienes me miraban mal descubrieron, con sorpresa, que la vendetta científica se practica con razón fría, con papeles implacables y, en ocasiones, con el peso de las instituciones.

No soy un santo. Hice cosas de hombre que actúa guiado por orgullo. Fui propenso a respuestas duras, a la ironía cortante en cartas, a no ceder el paso cuando creía la causa mía. Pero también tuve otras ocupaciones: cuando la vida me llevó a cargos oficiales —como mi nombramiento en la Casa de la Moneda, cargo en el que me empleé con la misma seriedad con que hacía ciencia— no rehuí la acción. En la Casa de la Moneda me enfrenté a falsificadores y a filibusteros monetarios con una intensidad poco habitual. Si quieren una imagen romántica, imaginen al viejo sabio resolviendo ecuaciones; si quieren otra más cruda, piensen en el mismo sabio, engalanado con la autoridad de la administración, ajustando la ley con celo casi militar. Fui nombrado caballero en 1705; la corona no me cambió la pasión por las ecuaciones, pero sí me proporcionó un título que algunos consideran un reconocimiento ornamental a la labor de toda una vida.

A lo largo de mi existencia, me interesaron no solo el cálculo y la gravitación, sino la óptica —ese campo donde una vez puse un prisma entre la luz y mi asombro y vi desplegarse el espectro como si la naturaleza me ofreciera su paleta secreta—, y temas que muchos consideran extraños hoy: la alquimia y la teología. Sí, pasé horas en escritos que hoy algunos miran con desdén; me atraía la búsqueda de correspondencias profundas, y no despreciaba ninguna vía que pareciera prometer una pista sobre la estructura última de las cosas. Si mi nombre se asocia a operaciones más místicas, es porque la curiosidad humana no distingue entre caminos; yo seguí los que me parecieron instructivos.

Viví mucho tiempo en ascética compañía de mis libros y de mis máquinas: pesas, barras, telescopios rudimentarios, espejos, prismas. No me casé; no dejé descendencia. Los afectos, si los tuve, fueron en mente y en papel. ¿Fui feliz? Depende de la medida. Si la felicidad se mide por la quietud de una conciencia socialmente integrada, pueda que no. Si se mide por la satisfacción de encontrar una verdad antes ignorada, puedo decir, sin modestia fingida, que sí: viví satisfecho con mis hallazgos. Al morir, dejé detrás no solo un nombre tallado en piedra, sino un método: una forma de preguntar y de responder que convirtió la física en disciplina de ley, y no de conjetura.

Decir que me vengué de quienes no me hicieron caso suena áspero, pero es coherente con lo que he contado: no con venganzas de cuchillo, sino con la impiedad de quien, armado con la evidencia, desmonta reputaciones y hagas que las certezas ajenas pierdan brillo. Usé mi pluma y mi posición para dejar claro quién había demostrado qué y cómo. Algunas de mis actuaciones históricas suscitan hoy recelo; a mí me parecían medidas necesarias para proteger la verdad científica de tergiversaciones. Que algunos de mis rivales sufrieran, no lo niego, y lo acepto como parte del tejido humano de la ciencia: no la ciencia como un ágape comunitario sino como una lid por el prestigio y la claridad.

El Principia no fue un final, sino un comienzo. Puso las herramientas en manos de generaciones de científicos que, con humildad o ambición, siguieron desarrollando la astronomía, la mecánica y la ingeniería. Desde sus páginas se lanzaron ideas que permitieron poner en movimiento máquinas, enviar naves y concebir la física como un lenguaje para el mundo. Para mí, el legado más satisfactorio fue ver cómo aquellas leyes que no tenían más intención que explicar tranquilos fenómenos cotidianos se convirtieron en puente para la empresa humana: el hombre que envía una señal, que construye un puente, que calcula la órbita de un cometa, agradece en voz o en silencio una vez las formas y las ecuaciones que sugerí.

Y ahora, inevitable comparación con nuestros tiempos: en la pandemia de COVID muchos nos quejamos de que se “perdió el tiempo”. Lo digo con cariño y algo de suficiencia: la pérdida de tiempo es real para muchos, pero la historia muestra que el confinamiento puede ser una oportunidad —no para todos, por supuesto; hay quienes sufrieron enormemente—, pero para la mente inquieta puede ser un momento de cosecha. Yo no soy ejemplo para todo el mundo; fui un egoísta de la inteligencia, un monje de la ciencia. Pero esa elección —de usar la soledad para cavar hasta encontrar oro teórico—, es una lección que ofrezco sin pudor: no desprecies un tiempo muerto, porque en ese silencio suele habitar una idea que, si la cuidas, puede cambiar cómo miramos el mundo.

Dejo una confesión final, quizá la más humana: en mi vasta labor tendí a acumular papeles y a no publicar hasta que la forma me pareciera inatacable. Esa paciencia, que a veces se confunde con tardanza o con negligencia, fue meticulosamente mía: prefería el silencio al error. Por eso muchos trabajos quedaron en cajones, por eso algunos colegas me reprocharon la lentitud. Pero también por esa misma carrera de perfección nacieron textos que hoy se consideran armazones de la ciencia moderna.

Mirando hacia atrás —y permitidme un momento de vanidad bien ganada—, acepto el título que tantos me regalan: el más grande. Esa afirmación no es una fanfarronada vacía; es un resultado de la historia que compara influencia, rigor y legado. Fui, con mis luces y mis sombras, quien propuso que el cosmos puede leerse con reglas, y enseñó a generaciones a leerlo con instrumentos matemáticos. Quien me sucedió siguió, corrigió, refinó. Ningún científico opera en el vacío: la ciencia progresa por acumulación y discusión. Pero yo puse piedras angulares. Si hay a quien culpar por cierta arrogancia, que me la impute: la tuve en ocasiones, y no la siento demasiado impropia para quien, desde la humildad del lápiz, trazó leyes que sostienen techos de la modernidad.

Termino esta autobiografía no con una lista de títulos ni con humildes peroratas, sino con una simple invitación: que mi vida sirva para recordar que la curiosidad sostenida es la fibra que teje el progreso. Si alguna vez, encerrados por pandemias o distracciones, sienten el tirón de una pregunta persistente, atiéndanla. Llévenla al cajón, a la mesa de trabajo, al prisma. No todos serán Newtons —y qué gloria si no lo son—, pero quizá descubran, como yo, la satisfacción de convertir una manzana en una ley, un rayo en un arco iris, un silencio en una sinfonía de ecuaciones. Y si alguien necesita un padrino, recuerden a Halley: muchos genios no podrían haberse publicado sin la paciencia y el bolsillo generoso de un amigo que creyó antes que el mundo. Agradecedle, siempre.